Érase una vez un cuento al revés, en el que yo no me hallaba y de repente la muerte se despidió de mí dejando así en su rastro una tenue luz blanca que penetraba mis pestañas hasta que después de un rato, por un pequeño instante, chocó contra mis dos ojos. Llantos irradiaban sobre mi tímpano, relojes rompiéndose, causan mi desdén de tiempo, lágrimas subiendo hacia los ojos de gente que no lograba reconocer, poniendo a prueba la gravedad, hasta que me percato del tacto de una mano, que lentamente resbala de la mía.
El paso del tiempo aligeraba mi visión, reconociendo a cada uno de mi alrededor. La habitación se ensanchaba, junto a mi deseo de quedarme más rato en ella, de hablar a cada componente de este cuarto. Sonrisas esbozaban en rostros dando resultado de aceptación.
Abrí los ojos y de repente me encontré en una cama, una cama en el que mi cuerpo no se amoldaba. Al abrir los ojos, ellos lo afirmaban: en el hospital me encontraba. Después de esto, pude sentir el estallido golpeando sobre mi cuerpo y el experimento estaba a punto de finalizar, nuestra meta: poder simular lo ocurrido tras el teórico big bang. Los minutos se convertían en horas, mi noción del tiempo había exiliado hacia otra posible galaxia, y entonces mis pies escogieron dar leves golpecitos al suelo, alternando ritmos (pequeño síntoma de desesperación)
Entregué los resultados, todos entusiasmados se prepararon. Por fin logré vislumbrarlo, la resolución de la incógnita se refugiaba sobre el papel, sentí esa sensación llamada "orgullo de uno mismo". Pude ver las cosas con más claridad, y esa luz se posó sobre mi hemisferio izquierdo que adormecido se encontraba, más adelante, estaba bloqueada y no pude continuar con el problema, y ahí fue cuando entonces escribí el planteamiento del problema antes de haber leído el enunciado unas cuarenta mil veces. Y le sonreí.
No podía evitar sonreírle como muestra del gran cariño al que me veo sometida por él. Sus manos se deslizaban sobre mi cara, bajaban con el suave tacto de una ligerísima pluma hasta alcanzar el lugar donde mi cuerpo ansiaba que debían estar, posadas sobre mi cintura encontraba la sensación de bienestar. Sonreímos. Nuestras miradas impactaron desde la lejanía de esta enorme sala.
Mi zona de confort me acurrucaba, sus dulces dedos empalagaban mi figura, y lo peor de todo esto, es que me encantaba empacharme de ellos, jamás era suficiente. Sentí esa sensación de respiración entrecortada.
Dormíamos, era genial, pero lo alucinante de este trance fue lo que llegó a continuación: los ronquidos se transformaron en gemidos que no podía sobrellevar, el éxtasis se insertaba en nuestros cuerpos envolviéndonos de besos y gestos románticos, todo esto acabó en tonteo, mimos lentos llevados a cabo sobre nuestra cama.
Mis manos, como si de un campos gravitatorio se tratara, colisionaban con las suyas. Mis nervios se agrandaban al correr el tiempo, la incertidumbre anteponiéndose en mi mente. Mis ojos cerrados, y por el contexto quiero presuponer que los suyos estaban en la misma condición. Nuestros labios separados hasta que finalmente se engancharon. Pude sentir que nunca, nunca en mi corta vida, no había sentido nada así. Ni siquiera sabía si podía dominar la respiración, se escapaba de mi mente, en cualquier momento sentía que dejaba de hacerlo, pero, de todas maneras, sentía que él era el único oxígeno que debería alimentar todas y cada una de mis células. Nuestras bocas separadas, iniciaron el terrible juego del "adivina quien va a dar el paso...", mi desasosiego fue aumentando hasta dar paso a la inseguridad:
Seguíamos sentados en un banco, roído por los graffitis de esos adolescentes que buscaban llamar la atención de los presentes en el banco. El silencio ocupó todo nuestro espacio.
Hasta que su boca se acercó a mi oreja. Sentí que me iba a dar un maldito paro cardíaco. A medida que avanzaba la tarde, mis nervios no cesaban, sus brazos daban calor a mi cuerpo, abrazados en un banco.
-su mirada revelaba que no le hacía ni puta gracia lo de "señor"-. Hasta que nos sentamos.
Pegados seguíamos caminando, manteniendo una absurda charla, hasta que...
Mi mirada le puso mala cara.
-me la quitó de las manos-.
No sabía por qué ni cómo, pero nuestros pies se pusieron de acuerdo en ir al unísono y comenzamos a caminar, ¿hacia dónde? No sé. Yo confiaba en que él lo sabría.
Salí por la puerta apresuradamente (síntoma de cabreo) hasta que después y me despedí de todas las personas que se encontraban por los pasillos. Menos de él. A él sólo lo había visto en análisis, y lo he visto más distante. Estaba revuelta interiormente, me importaba tanto que sólo tenía ganas de llorar, e incluso me preguntaba si le pasaba algo conmigo. La última en salir por la puerta de análisis fui yo, y la clase estaba a punto de empezar. Ya analizada la partitura ocurría lo de siempre:
Llevamos a cabo otra disputa.
Algo de fondo me animaba, pronunciaba mi nombre y ridiculizaba al de mi compañero estúpido.
Mientras tanto le otorgó 5 min para acabar.
Acabó la clase y entonces entré por la puerta. Mucho más tarde me encontré con él, y le sonreí. Él no lo hizo. Simplemente quería pensar que no me había visto.
Entré a clase, hoy tocaba ya la primera. Tenía miedo por no hacer amigos.
Mi felicidad salía desprendida a presión por cada uno de mis poros. ¡Iba a tocar instrumentos! Más adelante tendría la charla que decantaría lo que tocaría, ¡estaba tan nerviosa!
Llevaba tiempo pensando en tocar algún instrumento porque después de esto tuve que dejar Ballet, ya no sentía nada, sólo me sentía ridícula. Era una niña de 6 años que temía a la vida porque esta se aproximaba.
Llegué a mi casa. Cogida de la mano de mi madre dejaba a un lado "parvulitos". Luego, las clases terminaron, y aprendimos a leer. Yo lo hacía bastante bien. De hecho, recuerdo que antes sabía leer muy bien y me gustaba bastante.
Mis días a partir de aquí se basaron en jugar, en ocupar mi tiempo en ser libre, en hacer todo lo que se me pasa por la cabeza. Ver dibujos, dormir, ir al colegio, pintar, daba igual el orden de los factores, esto nunca alteraba el producto. La verdad es que, mis monótonos días, me gustan. Soy bastante feliz a medida que iba creciendo, pero el antítesis ocurrió: me estaba haciendo más pequeña de estatura, y con ella, mis recuerdos. Me cuesta recordar todo lo que había hecho anteriormente, me cuesta recordar todos mis conocimientos y poderlos aplicar a la vida práctica.
Hasta que apareció y se fugó alguien en mi vida.
Mi hermano y madre, sufriendo se encontraban. Sufriendo se fue. Yo no recordaba bien como era ese sentimiento, pero sabía que anteriormente lo había padecido, así que sentí como si pudiera sentir algo por esa persona, tal vez, empatía, que acabó siendo dolor. No sabía que estaba ocurriendo realmente, pero estaba llorando. Yo estaba llorando. Sus ojos cerrados me marcaron por una pequeña eternidad. Más tarde, aliviada, se pudieron abrir. Yo no sabía que prefería, si era mejor que los mantuviera cerrados como síntoma de alivio y elixir del dolor o que los mantuviera abiertos y presente el dolor. De todas formas, esa persona me importaba. No sabía por qué ni cómo. Pero yo sentía amor hacia ella.
A medida que el reloj avanzaba, podía sentir más punzante su dolor, dolor que compartía con todos los que conformábamos esta sala. Mi madre, derrumbada en su lecho, lloraba, rogaba, porque la muerte se detuviera y hoy no tuviera una víctima más, pero yo no sabía muy bien que era la "muerte". Mi madre solía decir, que cuando la muerte te acoge, vas a un paraíso donde las nubes son de algodón y en ellas posan casitas hechas de cristal donde la gente vive muy bien. A veces miraba al cielo para ver si veía algo, pero las casitas se ocultan muy bien. Pero yo no quería que esta persona fuera al cielo, aunque sonara un poco egoísta, yo quería que se quedase un ratito más.
Urgentemente le ingresaron, yo no sabía que pasaba, pero el silencio se agitaba con sus chillidos, chillidos cada vez más rasgados.
El coche iba demasiado rápido. Esta vez mi madre no me había dicho que me pusiera el cinturón, pero, por una vez en mi vida, lo hice solita porque quería sentirme orgullosa. A toda prisa entramos en el coche, él, mi madre, mi hermano y yo.
Mi madre salió de la habitación a toda prisa cargando con él. Después yo estaba dormida, abrazada a él. De pronto se hizo la hora de la siesta y él y yo decidimos acostarnos.
Mi memoria a corto y largo plazo a partir de aquí no era muy estable. Sólo recuerdo, sólo recuerdo que sé hablar, menos articuladamente, pero hablar sé.
Hasta que después de dos años, en un quirófano me encontraba, encharcada de sangre, llorando como si no hubiese mañana por tomar mi último contacto de aire con el mundo exterior. Me daba algo de pena, pero no era tampoco para llorar inundando los oídos de todo expectante en esa sala.
Al siguiente mes, la enorme barriga de mi madre era un buen sitio para vivir. Tenía todo lo que quería, comida gratuita, podía dormir sin normas y el tiempo que quisiera, podía enfadarme y golpear toooodo que nadie me iba a decir nada. No me aburría, porque perdí la noción del tiempo, ni siquiera me acuerdo de que había vivido en el segundo anterior.
Cada mes que pasaba, mis órganos se iban atrofiando, como era normal en mí, no entendía porque, pero me veía más pequeña. Bueno, en realidad, no me veía. Ya no veía nada.
Hasta que pude ganar una competición, gané, y sé que a mí me encantaba hacerlo, me despedí de todo el organismo, y de ser un parásito para mi madre, ganando la carrera más crucial de mi vida, pude alcanzar a todos mis oponentes, y más orgullosa de mí que sabía que eran bastantes, pero la verdad es que no me dio tiempo ni a mirar hacia atrás.
A quien ha llegado al final, muchísimas gracias. Sois amor. Si os ha gustado, difundirla por todas vuestras redes sociales, y dadle un me gusta, o un +1 (?). Me ayudaría muchísimo. Reitero: ¡muchas gracias!