domingo, 14 de febrero de 2016

Claro de Luna.




        La noche es fría. Todo está en silencio. Hay tanto silencio que puedo oír cómo los árboles crecen, cómo el viento llora. El bosque es oscuro e inhóspito. Los árboles de corteza dura y grisacea coronan la hierba y las flores, que se cierran en la noche. Las copas de los árboles tienen nieve, pero es tan tupido y frondoso el bosque que en el suelo no hay ni rastro de ella. La luna alumbra a lo lejos un lugar que puedo vislumbrar difícilmente. Me dirijo ahí torpemente, pues la abundancia de malas hierbas y raíces de árboles en el suelo me hace tropezar varias veces. Atravieso un grupo de arbustos y entro al claro. Era como de unos cinco metros de radio, el rocía de muchas rosas blancas era iluminado por la fuerte luz de la luna llena. Las ramas de los árboles de la periferia se entrelazaban entre sí, creando una cúpula de hojas que envolvía todo el claro. En el centro destacaba algo. Era un árbol muerto. Sus ramas, negras y quebradizas, rascaban el cielo ásperamente, y su tronco se inclinaba ligeramente a la derecha. Su corteza se caía por momentos, ocultándose para siempre en la alta hierba. Sin embargo, ese árbol tenía algo que contrastaba con él. En la más alta de sus viejas ramas, había una manzana. Era una manzana perfecta, de un color rojo intenso y uniforme, sin ningún tipo de pureza o imperfección. Un rayo de luna que era filtrada por una rama lejana iluminaba justo a la manzana, el punto más alto del claro. aparentando en ella una porte majestuosa e impoluta. Mis manos, llenas de ampollas, cogen el tosco tronco y empiezo a escalar el árbol, haciéndome múltiples magulladuras y rompiendo las ramas que iba tocando. Una de ellas se cayó antes de que yo la tocase, y me arañó el rostro, de tal manera que un hilo de sangre caía hasta la comisura de mis labios. Ya estaba ahí, ya la tenía. no faltaba nada. Cojo la manzana y una sensación de frescura y alegría me recorre el cuerpo. Allí mismo la muerdo, creando un profundo boquete en ella. La manzana se llena de mi sangre. Un fuerte dolor me entra en la cabeza. Tan fuerte era que se me nubla totalmente la vista, y no sé dónde es arriba y dónde abajo. Caigo por el árbol, chocándome e hiriéndome con las ramas. Ya en el suelo, sin poder mover nada, empiezo a pensar en lo fácil que habría sido no coger esa manzana, en dejarla ir y haber ignorado el claro. Pero no, lo hice, la mordí. <Qué paradoja> Pensaba yo. <Siempre lo más bonito es lo que más daño nos hace, la curiosidad mató al gato, y esta bella manzana, lo hizo conmigo.> Mis manos dejan de sujetar la manzana, que, todavía manchada de sangre, rueda por la hierba, iluminada por la luz de la luna, acariciada por el viento que lloraba mi muerte.

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